lunes, 22 de octubre de 2007

Seis mitos de la democracia


En estos días de confusión y crisis de la humanidad toda, los hombres necesitan creer en ciertos ideales para no llegar a la desesperanza. Por “culpa” de los postmodernos, el bien y el mal han sido tan relativizados que ya no sabemos qué es lo bueno y qué lo malo. Sin un bien a quien seguir y un mal a quien combatir, vivir no tiene sentido, entonces, ciertos valores viejos o nuevos (pal caso es lo mismo) se van convirtiendo en verdades casi temporales o transitorias. Uno de ellos es la democracia. Ahora lo bueno es democrático y lo malo antidemocrático, así como hace tres siglos lo bueno era Dios y lo malo el diablo.

Primer mito: la democracia nació en Grecia

Los antiguos griegos llamaban a su sistema de gobierno “democracia” (el gobierno de todos), aunque en realidad no fuera el gobierno de todos todos. Muchos siglos después, el término sirvió para denominar al sistema de gobierno propuesto en los albores de la modernidad, cuando los ideales de igualdad, justicia y fraternidad se difundían desde los rincones más conspirativos del viejo mundo. Y entonces también surgió el mito de que la democracia había surgido en la Grecia antigua, olvidando que esa democracia era muy diferente a lo que hoy en día llamamos democracia. En la actualidad, esta creencia se encuentra en la cimentación de todo discurso democrático (que aspire a la democracia o conlleve ideales democráticos), creencia que esconde también un marcado sesgo eurocéntrico.

La democracia griega se desarrollaba en ciudades estado, en las que los esclavos no tenían derechos, con una economía muy diferente a la nuestra y donde los derechos no eran concebidos como en la actualidad. La democracia moderna tiene su raíz en las repúblicas de la Italia continental, la Italia de los Medicis, Maquiavelo y el Humanismo. Esos pequeños estados gobernados por príncipes y con una naciente burguesía mercantil, donde la política quedó un poco desligada de la iglesia, lo que permitió la racionalización.

Pero la influencia principal surgió en la Reforma religiosa iniciada por Lutero y Calvino, que al difundirse generó muchas guerras y una nueva configuración política, con la idea del progreso y la libertad. Precisamente fue el derecho a la libertad de culto el primero de los derechos humanos exigido como tal. Luego vino la ilustración francesa que planteó el contrato social y los ideales liberales, para culminar con la revolución burguesa y el estado-nación. La democracia moderna incluye otros valores a los que existían en la Grecia clásica, surgidos en el tormentoso siglo XVIII y en la necesidad de separar el Estado de la Iglesia, sin olvidar la revolución industrial y la presión que esta ejercería. Lo racional, la nación, los derechos humanos y la justicia social tienen tan poco que ver con el mundo antiguo como la Televisión o el Internet (exagerando un poquito).

Lo que nadie recuerda son los aportes de pueblos no occidentales en la construcción de los valores democráticos. Como el hecho de que los EEUU recibieron fuerte influencia de la confederación iroquesa en su estructuración, ¿o acaso no fue la América indígena la que inspiró eso del “buen salvaje” y el “estado de la naturaleza”, pilares del pensamiento ilustrado? Y es más triste pensar en las miles de prácticas democráticas olvidadas y destruidas por los occidentales, como el hecho de elegir a las autoridades, práctica común en cientos de naciones indígenas.

La democracia es lo bueno, la democracia vino de occidente, por lo tanto, lo bueno vino de occidente. Triste es la historia de esta democracia, que no vio más allá de lo que quiso, se adueñó de experiencias ajenas e inventó un mítico origen grecorromano para callar sus abusos y usurpaciones. Además ubicó su origen en la antigüedad clásica y así se volvió más vieja que otras prácticas, más antigua, más adulta, lo que en tiempos en que primaba el pensamiento evolucionista (siglo XIX) equivalía a decir que era el estrato superior al que todos los pueblos debían llegar, por eso esa terquedad de remontar su origen a la remota cuna de occidente.

Segundo mito: la democracia es un valor en sí mismo

Democrático es sinónimo de bueno. El hombre justo es democrático, una sociedad más humana debe ser democrática, toda alternativa a lo existente debe ser democrática. En fin, pareciera ser que la democracia es un valor en sí mismo. Que no son las condiciones de vida ni las relaciones sociales las que determinan lo democrático, sino al revés, como quien dice, de cabeza.

Así es como se legitiman las instituciones democráticas, consideradas necesarias casi por ontología. Es un absurdo pensar que una sociedad es más democrática sólo por que su gobierno fue elegido, y condenar otra sólo porque la encabeza un dictador. ¿Es el hábito el que hace al monje? Se ha vuelto impensable una sociedad sin parlamento, partidos políticos y elecciones periódicas. Nadie cuestiona o debate la necesidad de la existencia de estas instituciones ni su posible transformación, pero, pongámonos a pensar ¿qué sociedad ha logrado ser verdaderamente democrática utilizando estos instrumentos?

La democracia es un dogma, una verdad. Ya no es tomada como referente por los beneficios que ofrece sino simplemente por que sí, porque así debe ser y punto. Sin embargo, sin desmerecerla, es bueno pensar que podrían existir otras formas de gobierno, otras formas de estructurar la sociedad, como además existe en algunos pueblos de los más excluidos por el occidente moderno. En la práctica vemos que ni los modelos liberales, ni el Estado de Bienestar y la socialdemocracia han logrado llegar a los ideales democráticos. Pretextos hay muchos, pero la verdad es que ninguno de estos modelos logró construir una sociedad libre, justa y equitativa, a pesar de los muchos logros que algunas obtuvieron (pienso en los países nórdicos o algunos modelos comunistas).

Hay dos espacios que se piensan inevitables: el estado y el mercado. Todos los modelos mencionados antes los ven tan necesarios como el sol y la lluvia. Y como siempre, lo inevitable se convierte en la cadena que nos ata y el tapaojos que nos clava a un solo camino. El socialismo se propuso cambiar la lógica del mercado, pero no así del estado, al mismo que terminó fortaleciendo. El anarquismo se opuso a ambas lógicas pero no le hicieron mucho caso. La cuestión aquí no es plantear que estado y mercado son malos en sí, sino aclarar que tampoco son buenos en sí.

Tal vez sea tiempo de abrir los ojos un poco. Negar la pureza de la democracia no necesariamente implica volver al comunismo ni a las sociedades premodernas, sino quitarle esa sacralidad que la hace incriticable, incuestionable e incambiable, es decir, un dogma. Tal vez sea tiempo de ver a todos lados, aprender de todas las experiencias y de todas las probabilidades. Tal vez sea tiempo de que la democracia sea un poco más... democrática.

Tercer mito: la democracia necesita ciertas instituciones

Donde hay centro hay periferia, donde hay periferia hay marginados, donde hay marginación hay injusticia y donde hay injusticia no puede haber democracia. ¿Y el centralismo democrático?, bueno, es como la oscuridad iluminada, el día nocturno o el desierto fértil, una metáfora, una simple y astuta metáfora. Una metáfora que sustenta la existencia del Estado y de la principal institución democrática: los partidos políticos.

La necesidad de concentrar el poder en un lugar llamado Estado, con una capital política y administrativa y un gobierno institucionalizado, está en relación con el buen funcionamiento del sistema. El control se hace necesario y es importante evitar la ingobernabilidad. Pero así, no todos pueden participar del gobierno y como el chiste es que gobiernen todos, hay mecanismos para intentar lograrlo. La democracia ideal es llamada democracia directa y la democracia real es la democracia indirecta, la democracia representativa. Los ciudadanos ya no toman las decisiones sino que eligen representantes que decidirán por ellos. Curiosa paradoja entre lo ideal y lo real, teniendo lo primero como algo imposible y justificando así la existencia de lo segundo.

Revisemos primero eso del sistema electoral, considerado indispensable para un sistema democrático. Para muchos ciudadanos democrático es sinónimo de elecciones, el hacer asambleas y elegir representantes, luego votar, votar por quién nos representa, votar por quiéen se encarga de tal o cual cosa, votar hasta para elegir un nombre, votar, votar y votar. Esto de las elecciones se había pensado para que todos puedan participar del gobierno y no dejarlo en manos de unos pocos, sin embargo, en la práctica el poder sigue en manos de unos pocos: la clase política. Todos eligen representantes, pero las decisiones las toman estos representantes y los ciudadanos terminan siendo simples votos. Además, el sistema permite realizar fraudes, y con la sofisticación de las tecnologías empleadas, los fraudes se hacen cada vez más sofisticados, más imperceptibles. ¿Quién asegura que al momento de computarizar los votos no vayan a ser trucados?

Entonces surge una institución que salvará la falla anterior: el partido político. Todos los ciudadanos pueden -a más de elegir- afiliarse a algún partido y así participar activamente en el sistema democrático. Pero los partidos reproducen la lógica del sistema y no son realmente democráticos internamente, también allí se elige representantes, delegados y comités. En fin, la estructura típica de un partido es vertical y centralizada, cuyo máximo ejemplo son los partidos bolcheviques o los fascistas. Pero seamos justos, en los últimos años ha habido una fuerte democratización de los partidos, con mayor participación de sus militantes. A pesar de estos cambios, si bien favorecen la participación de grandes sectores de la población, la sola existencia de partidos políticos imposibilita la participación de otros sectores de la población, los no partidarizados.

La participación de esos otros ciudadanos, muchas veces considerados no ciudadanos (los indígenas por ejemplo), se regula mediante leyes. Y así ingresamos al campo virtual más antiguo de la modernidad. Demás está decir que todo es regulado por leyes, y que cada ley puede tener también su trampa. Se dice que para la convivencia democrática es indispensable reglamentar, normativizar la vida y las relaciones entre los distintos componentes de la sociedad. Pues bien, las normas, leyes y reglamentos funcionan, evitan el caos y el descontrol. Sin embargo, no evitan todos los problemas que pretenden evitar. Digamos que así como facilitan el normal desenvolvimiento de la sociedad, también mantienen las taras antidemocráticas heredadas del pasado (y del presente).

Por último, el Estado, la institución de las instituciones, presume ser indesligable de la democracia. Pero el Estado es una institución muy antigua que se ha desarrollado en múltiples y variadas formas. Los liberales crearon el Estado democrático (que ya vimos que no es tan democrático como se dice), los comunistas el Estado proletario, en fin, siempre el Estado. El problema es que el Estado conlleva varias prácticas antidemocráticas en sí mismo, es centralizado, jerarquizado, represivo y excluyente. Centralizado en tanto requiere control y por ende jerarquías, la jerarquización genera desigualdad, el control implica algún modo de represión y el fortalecimiento del estado siempre termina excluyendo algunos sectores.

Puede parecer un absurdo pensar sustituir estas instituciones, pero si nuestra intención es democratizar entonces es inevitable buscar la forma de acabar con las taras mencionadas arriba. Lo bueno es que existen experiencias previas. Muchos pueblos no occidentales tienen otras formas de regular su sociedad, sin las leyes que nos parecen inevitables, otros pueblos prefieren llegar a consensos antes que votar, y entre las muchas formas de estados que han existido, hay algunas experiencias más democráticas que la del mundo actual. Pero dirán que esto pasó o pasa en sociedades diferentes a la nuestra. Es cierto, como es cierto que aquí también hay prácticas diferentes, como alternativa a los partidos políticos están los colectivos y redes, frente a la generalización del acto de votar y elegir, están cientos de organizaciones y experiencias que trabajan a partir de consensos y alteridades. Ahí están los caracoles zapatistas, los okupas, etc. Pensar otra forma de orden no es tan utópico como puede sonar la primera vez que choca en nuestros oídos.

Cuarto mito: se puede mandar obedeciendo

Mandar y obedecer son dos acciones complementarias que implican una desigualdad de roles. Mandar es decidir, actuar, conducir, mientras que obedecer es acatar, cumplir, ser conducido. Hoy en día es común escuchar que los mandatarios no están para mandar, sino para cumplir un mandato que el pueblo les ha impuesto. Pero de ser así, no serían mandatarios sino mandados o mandarines, es muy peligroso reinterpretar el idioma recurriendo al origen de los términos, como ignorando que estos cambian con el tiempo y sus significados no son los mismos de su origen, así, mandatario es el que manda y el que manda es el que tiene el poder.

¿Quién tiene el poder? No el que elige representantes para que decidan en su nombre, no el que acata las leyes aunque no las haya aprobado en un parlamento o en una consulta ciudadana, no el que tiene que pedir permiso para utilizar sus propias plazas y calles, no el que necesita que sus derechos sean reconocidos por su Estado para recién poder ejercerlos. El poder no está democratizado. En teoría todos tienen los mismos derechos, pero en la práctica existe desigualdad en la forma de hacerlos respetar. Veamos, todos pueden elegir pero no todos pueden ser elegidos, porque para ello se necesita dinero y apoyo de instituciones como los partidos políticos, también porque si todos candidatearan en las elecciones habría tantos candidatos como electores. Quizás una verdadera democracia se basaría en la rotatividad antes que en la delegación de funciones.

El problema del poder es que aísla a los poderosos del resto, así, aunque existan muchas buenas intenciones, a la corta o a la larga, las buenas intenciones seden paso a las presiones que se presentan en el plano político. Los mecanismos de regulación también están aislados del pueblo y así, siempre se dan en el campo de la virtualidad de la política, olvidando que la política parte de la cotidianeidad de la vida y las necesidades básicas de todas las personas.

Quinto mito: se puede democratizar desde arriba

Existe la tendencia a intentar democratizar la sociedad desde arriba, aunque en los últimos tiempos ya se le da mayor importancia a lo que se denomina sociedad civil, tomando en cuenta que el rol de la población es importante. Pero todavía no se acepta que por lo general, los cambios son de abajo a arriba, de afuera a adentro, es decir, desde las bases, desde los explotados y marginados, como tristemente nos ha enseñado la historia.

Así, se habla mucho de democracia participativa, que no es más que dar cuotas de poder al pueblo, permitiéndoles participar del gobierno. Ojo, participar no es gobernar. Sin negar los avances que esto trae en comparación a lo anterior, tampoco debemos dejar que se presente este modelo como el logro total de la democracia. La democracia participativa puede ser un gran paso hacia la construcción de un mundo más justo, como puede ser una dádiva para callar las legítimas aspiraciones de quienes no se contentan con un mundo injusto que dice ser justo, todo depende de quienes tienen el control de estos procesos, y de cuánta participación real de sectores populares haya.

Es importante que un proceso democratizador (participativo) vaya acompañado de una fuerte presión del pueblo, porque en los tantos avatares de la historia, casi siempre ha sido la dialéctica entre las propuestas de los de arriba y las exigencias de los de abajo lo que ha producido progresos. Los cambios impuestos por lo general han generado más problemas que soluciones, tanto los que impone la élite gobernante, como los que obtienen los dominados mediante cambios bruscos o revoluciones. Los cambios reales y profundos que hemos observado a lo largo de los siglos, son parte de procesos, que parten del descontento, pasando por la exigencia y llegando a la transformación. Por eso muchas revoluciones han sido vencidas y seguidas por una política más reaccionaria que la prerevolucionaria. Pero esto ya es parte de otro tema.

El concepto democrático más de izquierda que conocemos es el de democracia radical, el de radicalizar la democracia desde todos los espacios de la vida. Propuesta muy interesante pero que debe tomar en cuenta que esa democratización no debe venir de arriba porque terminaría siendo una dádiva más.

Pregunto si democracia es el gobierno de todos o que todos estén en el gobierno. Por que si es lo primero entonces lo que ahora se denomina sistema democrático está muy lejos de ser verdaderamente democrático. Si es lo segundo entonces se sustenta en una mentira, porque todos pueden estar en el gobierno, participar del mismo, aunque sólo sea como espectadores o hinchas y, de ser así, entonces la democracia estaría de más para quienes queremos que todos los seres humanos puedan disfrutar de una vida digna.

Sexto mito: la ausencia de gobierno es mala

Pensar en ausencia de gobierno asusta de sobremanera a quienes no saben sino gobernar o ser gobernados, confundiéndolo con el caos o el desorden total. Pero aunque ya no debería repetir algo que ya es obvio, insistamos: la ausencia de gobierno no implica ausencia de orden necesariamente, sólo se plantea eliminar esa separación entre los que gobiernan y los que son gobernados, los que mandan y los que obedecen, en fin, los que dominan y los que son dominados.

Muchas experiencias han logrado construir sociedades horizontales, sin injusticia, y aunque hayan sido vencidas no debemos olvidar que SÍ SE PUEDE construir un mundo sin las tremendas desigualdades e irónicas injusticias del presente. Pensar que la ausencia de gobierno es mala en sí es limitar nuestra imaginación a los marcos de lo conocido, cuando es precisamente intentar lo desconocido lo que ha generado los mejores logros de la humanidad.

Con todas las acotaciones anteriores, podemos llamar democracia al sistema ideal de convivencia humana, siempre y cuando no utilicemos los elementos de la democracia formal como únicos y absolutos. De lo que se trata es de construir un mundo habitable para todos y eso, requiere hacerlo con todos. ¿O acaso unos cuantos iluminados pueden saber lo que todos los millones de seres humanos queremos en realidad? Ahora parece imposible, pero recordemos que abolir la esclavitud hace 300 años también parecía imposible, o concertar entre distintas nacionalidades era prácticamente imposible hace tan solo cien años. Hay pues mucho por hacer, y muchos con quienes hacerlo. Para bien o para mal.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El recorrido del artículo y sus reflexiones son frecuentemente ausentadas/desechadas por derecha aún por los voceros de la democracia. Democracia que en nuestros países es periódicamente reimplantada o refundada por los grupos en pugna; que por lo general no resignan su rol de conducción imprescindible.
Sin embargo el bienestar o la mejor condición de vida a medida que deviene el desarrollo humano, siempre, nos entretiene con una utopía rupestre: que mejore el que pueda en tanto me imagino hábil para hacerlo.